Rogamos al cielo pero miramos al hombre

Algunos comentaristas afirman que el Padre nuestro inicia con Dios y termina con el hombre. Es decir, se desplaza de lo más grande a lo más pequeño; de lo perfecto a lo imperfecto; de lo divino a lo humano. Si bien esto tiene cierto sentido, la realidad indica que el modelo de oración enseñado por Jesús a sus discípulos empieza y finaliza con el Señor.

Las escrituras empiezan con un Dios eterno, creando los cielos y la tierra, y concluyen con Él mismo, erigiendo cielos nuevos y tierra nueva. Por ello, decir que el Padre nuestro empieza con Dios y termina con el hombre es algo contradictorio. Especialmente, cuando somos conscientes de que en la mente y el corazón del creyente todo debe estar en sintonía con los asuntos del Señor.

Si se prestara mayor atención a los detalles, podríamos advertir que esta forma de pensamiento solo conduce al error. Pues, para nadie es un secreto que la naturaleza humana es rebelde, soberbia y cargada de maldad. Opuesta a Dios en todo sentido. Es más, para la mayoría lo más importante es el planeta, el dinero, el hombre, la mujer, el medio ambiente, los animales, el eslabón perdido o la materia.

En la época de Jesús sucedía de la misma manera; no se daba importancia a la comunión con Dios. Algo más siempre ocupaba el lugar del Señor: las minucias de la ley, las tradiciones, el misticismo, y hasta la religiosidad externa eran el centro mismo del pensamiento judío. Debido a eso, nuestro Salvador enseñó a orar a sus discípulos y a rogar la presencia del Padre en sus vidas, pues nada de lo que se acercaba a ellos en la tierra podría librarlos del mal.

Cuando decimos con el corazón “Padre nuestro, que estas en el cielo”, reclamamos en la tierra la presencia del Dios todopoderoso. Sin embargo, la falsa doctrina nos ha llevado a creer que estamos al mismo nivel del Creador. De ahí que el trato hacia Él dista mucho de lo que en realidad debería ser.

Nos dirigimos al Padre de manera semejante al amigo de toda la vida. Incluso, para muchos es como un simple amuleto, nunca el Santo, Santo, Santo. Aun así, cuando comprendemos que es Santo y nosotros pecadores, con temor y reverencia nos acercamos a Él diciendo lo mismo que el profeta Isaías:

¡Ay de mí! Que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos.

O nos cubrimos el rostro como lo hizo Elías en el monte Horeb. Tal es la Santidad de Dios que ningún hombre puede verle y seguir viviendo, dicen las escrituras.

El desconocimiento de estas verdades hace que el humanismo tendencioso proclame a la criatura humana como el centro del universo. No obstante, Jesús nos recuerda que el Padre es el Creador de todo y sin Él, nada somos. La salvación no procede del hombre, sino de aquel que está en los cielos. Sin duda, hacia allá debemos mirar.

Consciente de su debilidad, Moisés se negó a transitar por el desierto sin la compañía de Dios. Como respuesta, el Señor ordenó la construcción del tabernáculo, el arca de la alianza, el altar del holocausto y demás utensilios con que le servían solo porque el profeta y su pueblo deseaban a Jehová habitando en medio de la congregación. Por esa misma razón, de vuelta a la tierra prometida, Zorobabel dedicó parte de su vida a la reconstrucción del templo, y Nehemías a reedificar las murallas de Jerusalén.

En la actualidad, en cambio, la arrogancia humana combate y aleja la presencia divina de nuestras vidas. No queremos a Dios cerca de nosotros. Seguir a Cristo y sus enseñanzas no es algo significativo para la mayoría. De igual forma, desear el Reino de Dios en la tierra es un asunto de escaso valor.

Lo más extraño de esto es que recitamos la oración que Jesús enseñó a sus discípulos sin advertir siquiera lo que significa. Pedimos que se haga la voluntad de Dios; no obstante, hacemos la nuestra. Luego nos preguntamos indignados, ¿por qué existe tanta injusticia y maldad sobre la tierra?

La respuesta es simple: no conformamos nuestro espíritu al espíritu del Señor para hacer su voluntad.

Asimismo, acudimos diariamente al Señor clamando a viva voz que provea lo necesario para cubrir nuestras necesidades, aunque no confiamos plenamente en Él. Sucede de esa manera porque pedimos mal, conforme a nuestros deseos y no a los de nuestro sustentador. Dios es quien provee, también el que acomoda las piezas en el lugar indicado para sostener a cada una de sus criaturas. Por eso, con el corazón puesto en las cosas del cielo debemos acudir a Él, confiados de que recibiremos todo aquello que se ajuste a su voluntad y no a la nuestra.

Otro error que se comete al acercarse a Dios en oración es exigir que perdone nuestras ofensas, pero nunca perdonamos las que recibimos. De igual manera, pedimos “no nos dejes caer en tentación”, aunque nos acercamos al fuego temerariamente. En otras palabras, vivimos al filo de la navaja.

UN TESORO, UNA ORACIÓN

No hay duda de que Jesús dejó un gran tesoro a sus discípulos, un modelo de oración que ayuda a restablecer la relación que se había perdido con el Padre. Es más que una repetición de palabras; es un canal de comunicación que exhorta a apreciar la majestad del Señor y a aborrecer la soberbia. Si acudimos a Él en humildad, todo cambia. Pues, Dios es verdaderamente el Padre nuestro que está en los cielos. A Él debemos acudir humillados y en total mansedumbre. Porque, cuando reconocemos su poder y su gloria, nos vemos tal como realmente somos: nada, delante de Él.

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