Meditación Bíblica para Números 23

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Lecturas Bíblicas: Día 134
Números 23 | Salmos 64–65 | Isaías 13 | 1 Pedro 1

En la mente de Balac, el arreglo que estaba haciendo con Balaam era simple. Balaam maldeciría proféticamente a Israel, y Balac haría rico a Balaam como recompensa. El error de Balac es comprensible, aunque ciertamente no excusable. Realmente pensaba en profetas como Balaam de la misma manera que podríamos pensar en un vendedor talentoso: que un profeta hábil podía convencer a los dioses de que hicieran lo que él les pidiera.

Balaam, por su parte, no es inocente en este asunto. Jehová le dio permiso para ir con Balac en Números 22, pero con una condición estricta: “Si los hombres han venido a llamarte, levántate y ve con ellos; pero haz sólo lo que yo te diga” (Núm. 22:20). Al parecer, Balaam violó de inmediato el mandamiento de Jehová de alguna manera, ya que la ira de Jehová se encendió contra él mientras iba (Núm. 22:22), dando lugar a la escena en la que la asna le habla tras negarse a pasar más allá de un ángel con una espada desenvainada -una imagen que recuerda a los querubines que custodian la entrada del Jardín del Edén con una espada encendida. En el Nuevo Testamento leemos que Balaam se abandonó a sí mismo “por afán de lucro” (Judas 1:11). En otras palabras, Balaam debe haber conspirado en su corazón para hacer lo que fuera necesario para ganar la gran recompensa que Balac le estaba prometiendo.

Lo que estos dos hombres no reconocen es que Jehová es una persona real, con sus propios pensamientos, sus propias intenciones y sus propios deseos. Es más, los pensamientos, intenciones y deseos de Jehová no se rigen por un intento desesperado de obtener algo que necesita, sino que son el resultado de sus propios recursos infinitos y eternos. Por eso, cuando Balaam empieza a profetizar en nombre de Jehová, los oráculos que recibe cortan de raíz tanto la desesperación de Balac como la codicia de Balaam al insistir en que “Dios no es hombre, para que mienta, ni hijo de hombre, para que cambie de parecer” (Núm. 23:19).

Hoy en día, nuestra cultura necesita profundamente escuchar este mensaje. A medida que la Biblia ha ido perdiendo su lugar central en la Iglesia como palabra autorizada de Dios, hemos sentido una falsa libertad para reescribir lo que Dios ha dicho. Cuando encontramos sus pensamientos objetables, simplemente ignoramos lo que dice, o encontramos maneras de plantear la misma pregunta que la serpiente hizo en el Jardín: “¿Acaso dijo Dios…?“. (Gén. 3:1).

Ya sea que hagamos esto porque sentimos que Dios amenaza nuestro estilo de vida o porque vemos una oportunidad para obtener codiciosos beneficios personales, no reconocemos que a Dios no le impresiona nuestra capacidad de escabullirnos de su palabra, como tampoco le impresionó la insensatez de Balac y Balaam.

Cuando Dios habla -especialmente en la última palabra que nos ha dado en su Hijo (Heb. 1:1-2)-, ¿le escuchamos?

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