Lecturas Bíblicas: Día 173
Deuteronomio 27 | Salmos 119:1–24 | Isaías 54 | Mateo 2
Al final de Deuteronomio 26, Moisés concluye su segunda entrega de la ley. A lo largo de todo el libro del Deuteronomio, Moisés había estado dando un extenso sermón para exhortar a Israel a acatar la ley de Dios. Pero después de proclamársela en su totalidad, Moisés explica a Israel -antes de morir- el proceso de renovación del pacto en el que participarían al entrar en la Tierra Prometida.
De este modo, Moisés primero insiste en que, después de que el pueblo haya entrado en la tierra, deben escribir la ley en grandes piedras de yeso como un memorial permanente (Deut. 27:1-4). Seguidamente, Moisés ordena a Israel que construya un altar de piedras sin labrar, donde sacrificarían holocaustos y ofrendas de paz, regocijándose ante Jehová.
Esta ceremonia, pues, con la proclamación de la ley, los holocaustos y las ofrendas de paz, se asemejaría al festín que Israel disfrutó en presencia de Jehová en la ratificación de su pacto en el monte Sinaí, allá en Éxodo 24. En aquel festín, los israelitas se regocijaban ante Jehová. En ese banquete, los principales hombres de Israel vieron a Dios mientras comían y bebían, aunque Dios no puso su mano sobre ellos (Éxodo 24:11). Pero lamentablemente ese día celebrarían un banquete con Jehová sin Moisés.
Ese día, Jehová guiaría a su pueblo Israel según la ley de su pacto y mediante los sacrificios de su pacto, pero sin el gran mediador del pacto de Israel. Israel tendría otros mediadores del pacto -otros profetas, sacerdotes y reyes que intercederían ante Jehová en nombre de Israel-, pero nunca más surgiría un gran mediador como Moisés, a quien Jehová conoció cara a cara ( Deut. 34:10).
Esto crea una gran tensión en el resto del Antiguo Testamento, mientras Israel vaga como ovejas sin pastor. Moisés era la mayor esperanza que Israel vería, pero ni siquiera él pudo acompañar a Israel a la Tierra Prometida.
Esta tensión no se resuelve hasta que leemos sobre la venida del Buen Pastor, que se compadece de las ovejas perdidas de Israel. Pero Jesús, el nuevo profeta como Moisés (Deut. 18:15), no se limitó a ratificar de nuevo la antigua alianza que Jehová había hecho con Israel en el monte Sinaí, sino que vino para ser el mediador de una nueva alianza, un pacto sellado con su propio cuerpo roto y su sangre derramada (Mt. 26:26-29) mientras pronunciaba sus propios mandamientos a su pueblo (Jn. 13:31-35).
La súplica agonizante de Moisés apunta hacia la comunión con Dios, primero a través de la alianza temporal que el pueblo de Dios rompería, pero finalmente a través del pacto eterno ratificado con la sangre preciosa de nuestro Gran Pastor de ovejas. Y de acuerdo con este pacto, que el Dios de la paz “os haga aptos en toda obra buena para que hagáis su voluntad, haciendo él en vosotros lo que es agradable delante de él por Jesucristo; al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.” (Heb. 13: 21).