Lecturas Bíblicas: Día 194
Josué 18–19 | Salmos 149–150 | Jeremías 9 | Mateo 23
Para las siete tribus restantes que aún no habían recibido su herencia (Josué 18:1-7), Josué no divide la tierra unilateralmente. En su lugar, asigna a las siete tribus restantes la responsabilidad de reclamar el resto de la tierra. Curiosamente, parece como si esas siete tribus no estuvieran esperando ansiosamente recibir su herencia, sino que tal vez se estuvieran mostrando apáticas al respecto. Josué les presiona diciendo: “¿Hasta cuándo seréis negligentes para venir a poseer la tierra que os ha dado Jehová el Dios de vuestros padres?“. (Jos. 18:3).
Entonces, Josué ordena a las tribus restantes que envíen tres hombres de cada tribu para reconocer la tierra y dividirla en siete porciones. Luego, Josué echa suertes para asignar esas porciones de tierra a sus respectivas tribus (Jos. 18:3-7). Finalmente, Josué recibe su porción especial de la herencia entre el resto de su tribu de Efraín por su liderazgo fiel y valiente de Israel durante todos estos años (Jos. 19:49-50).
Este tema de la herencia de Israel puede parecer a los cristianos modernos irrelevante para nuestras propias vidas, ya que el Nuevo Testamento desplaza el centro de atención de los terrenos de Oriente Medio al propio Jesucristo. ¿Qué debemos deducir, entonces, de estos extensos pasajes sobre la herencia de Israel que hemos estado leyendo estos días?
En primer lugar, debemos entender que la Tierra Prometida siempre fue una sombra de Cristo mismo. De hecho, el Nuevo Testamento está lleno de discusiones sobre la herencia que vamos a recibir, ya que como hijos de Dios hemos sido hechos “herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Rom. 8:17). Tipológicamente, la Tierra Prometida nos enseña lo que significa heredar a Cristo.
Pero, en segundo lugar, debemos aprender de la pasividad de las siete tribus restantes. Es fácil olvidarnos del peso eterno de la gloria cuando nos vemos atrapados en el ajetreo de nuestras tareas cotidianas. O es demasiado fácil que pongamos nuestras esperanzas en otros premios de la vida -relaciones, riquezas, importancia o poder- que nos distraen de buscar primero el reino de Dios y su justicia ( Mat. 6:33).
Por eso, una de las mejores maneras de fijar nuestro corazón en Cristo es examinarlo. Del mismo modo que los israelitas examinaron toda la Tierra Prometida para reclamarla, examinemos nosotros toda la gloria de Cristo. Busca los montes de su justicia (Sal 36,6) y los lirios de sus valles (Cant 2,1). Bebe de sus ríos de agua viva (Jn 7, 37-38) y saborea la dulce miel de su palabra (Sal 19, 10). Estudia a Cristo. Conoce a Cristo. Deléitate en Cristo.
¿Hasta cuándo vas a aplazar la entrada para tomar posesión del mismo Jesucristo, que Jehová, el Dios de tus padres, te ha concedido?