DE PASO POR LAS CONFESIONES

Experiencias como las que se narran en el libro "Confesiones",  seguramente también las vivimos muchos de nosotros en alguna etapa de nuestra vida. Por eso, lo invito a dar un paseo por esta magistral obra y después, si se anima, involúcrese decididamente en la lectura del original.
LAS CONFESIONES

Las confesiones de San Agustín es una de las obras autobiográficas más leídas del mundo cristiano. Escrita a finales del siglo IV, retrata el camino de la conversión de Aurelius Agustín (Tagaste, 354-430), obispo de Hipona, y la lucha intensa que sostienen con el pecado los predestinados por Dios para salvación, incluso aun en los momentos en que están siendo arrastrado por la gracia divina.

Encontrarse con confesiones es reencontrarse con el peregrino escondido al interior de cada creyente; con el pasado oscuro que nos atormenta; con el presente incierto que nos invita a seguir a Cristo ciegamente o con la esperanza inédita de un futuro glorioso al lado del Señor.

Encontrarse con confesiones es reencontrarse con la gracia que sobreabunda en la debilidad; con la sencillez que vence la arrogancia de este mundo o con el Dios Santo, justo y misericordioso que se goza con el regreso de la oveja perdida y el hijo prodigo.

Experiencias como las que se narran en este libro,  seguramente también las vivimos muchos de nosotros en alguna etapa de nuestra vida. Por eso, lo invito a dar un paseo por esta magistral obra y después, si se anima, involúcrese decididamente en la lectura del original.

Veamos que dice Aurelius Agustín acerca de él, de su pecado, de su vida, de sus amores, de sus sueños, de sus aficiones, de sus hábitos inescrutables y especialmente de su relación con Dios.

Agustín Inicia y finaliza su relato dando gracias al Señor por lo que sucede en su vida. Además, reconoce abiertamente su maldad, así como también la presencia y providencia del Creador en cada evento de su existencia.

Expresa que en sus primeros años, en Tagaste, el amor al juego era mayor que sus deseos de estudiar y seguir al Señor. Por ello, debían obligarle a asumir sus responsabilidades académicas para que no las dejara de lado.

En esas circunstancias, se decantó por el latín porque aborrecía el griego y las matemáticas. Mas, al estudiar tanto a los autores latinos como a los griegos, se dio cuenta de que la enseñanza de su época apreciaba más el uso correcto de las reglas gramaticales que la ley de Dios.

Aprendió también a reconocer que las iniquidades de la infancia y la adolescencia continuaban su paso inexorable hacia la vejez. Asimismo, cuenta que sus sueños de amar y ser amado lo llevaron a los pies de amores impuros y a desear situaciones trágicas para que reconocieran su valía como orador, maestro, sabio y hasta pensador famoso.

Es más, debido a que su único interés era destacar y ser reconocido, se adentró en el mundo de la filosofía. En sentido estricto, aprendió amar esta última con ansias extremas y a odiar las escrituras. Así cayó en manos del maniqueísmo y comenzó hacer uso de la retórica para satisfacer vicios como la astrología y la adivinación.

La muerte temprana de uno de sus amigos no fue suficiente para arrepentirse de su codicia y vanagloria. Si bien se afligía por las cosas que llegaban a su vida, no se lamentaba verdaderamente de su maldad.

En esta etapa de su vida el dolor lo motivó a dejar su país y aprendió a aceptar que la bondad humana no es perfecta, inmutable ni sublime como la de Dios, sino limitada y defectuosa. Como el mismo lo expresa, el amor a la criatura debe ser inspirado y motivado por el amor divino.

En confesiones Agustín reconoce que la percepción que de los demás tenía, dependía únicamente de lo que oía acerca de ellos, más que del conocimiento de Dios. De esa forma, amó a Hierio, orador romano a quien admiraba sin conocer personalmente y al que dedicó algunos de sus escritos.

En Cartago, empezó a desilusionarse de la supuesta sabiduría de Fausto (obispo maniqueo que llegare a la ciudad cuando Agustín se encontraba allí), quien enseñaba astrología y otros saberes sin tener conocimiento valido de tales oficios. En sus propias palabras, este era un engañador con encanto que desconocía los asuntos de las ciencias y otras artes que le interesaban y confundían.

No obstante, la providencia divina, que obra de maneras diversas y desconocidas para los hombres, desenfundó su gracia apartándolo no solo de Cartago, sino también de su apego al maniqueísmo. De esa manera, lo que su madre había pedido de rodillas tantas veces, comenzó a cristalizarse con su partida a Roma.

De hecho, la misma providencia que obró para llevar Agustín a Roma actuó también para llevarlo bien cerca de Ambrosio, quien le ofrecía una cátedra de orador para los jóvenes de la ciudad. A este último empezó a escuchar para revisar su elocuencia y erudición. Pues, no era el amor a Dios lo que le motivaba a seguir al obispo de Milán, sino el afán de conocer los errores de su enseñanza.

Al final, después de introducirse como discípulo maniqueo, comenzó a degustar la verdad de Cristo por medio de “la predicación recta del evangelio” instruida por Ambrosio cada domingo. Así aprendió a considerar la inspiración y autoridad de las sagradas escrituras, y a reconocer que la felicidad que procede de los medios humanos no es gozo verdadero.

En esa ciudad descubre que “la alegría que nace de la esperanza cristiana es mayor incomparablemente que la que viene de la vanagloria”. Era la forma que tenía para explicar que su felicidad no era más que una ilusión sustentada en las delicias que ofrecía el reconocimiento del hombre, las riquezas o la apariencia distintiva de un matrimonio por conveniencia.

Si bien, el celibato y la vida monástica empezaban a merodear su mente, la idea no se concebía materialmente. En vez de ello, el pecado oscurecía aún más el pensamiento.

Aun así, después de intensa lucha interior, Agustín empieza a aceptar la verdad divina y a reconocer que lejos del Señor nada es. Textualmente expresa. “mi bien consiste en estar unido con mi Dios, pues, si en Él no permanezco, menos podré permanecer en mí mismo”.

Enuncia también que todo lo que existe procede de Dios y es “en grado superlativo bueno”, porque Él lo creó. En cuanto a la maldad expone, “es un desorden de la voluntad que se aparta de la sustancia verdadera que es Dios y se muestra verdadera y orgullosa”. Esa misma maldad, enmascarada en carne y sangre nos impide conocer al Señor.

Como sucede a todos, por su incapacidad de unirse a Dios por el propio esfuerzo, caía en pecado reiteradamente y, en esta lucha, veía a Jesús como una figura de sabiduría imposible de igualar por el hombre, en vez de aquel que se humilló a lo sumo para salvar a su pueblo.

Apercibido ya de la obra del Señor en su vida, cuenta cómo el viejo hombre, haciendo gala de coqueta elegancia, continuaba ejerciendo cierto grado de control sobre él. Pero, para tranquilidad de Agustín, Dios toca su corazón por medio de Simpliciano (antiguo maestro de Ambrosio), quien le habló acerca de la conversión de Victorino; y de Ponticiano, que le cuenta una historia relacionada con Antonio Abad.

Ahora, de rodillas y en medio de un huerto, Agustín se vuelve al Señor con la mente y el corazón, y empieza a aborrecer su vida pasada más de lo que lo había hecho antes…

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