Lecturas Bíblicas: Día 101
Levítico 15 | Salmos 18 | Proverbios 29 | 2 Tesalonicenses 3
Levítico 15 subraya el hecho de que la teología de la limpieza no siempre tenía que ver con la pecaminosidad absoluta, ni siquiera con una enfermedad anormal. De hecho, había formas rutinarias en las que todos los israelitas eran considerados impuros a intervalos regulares a través de funciones corporales normales -e incluso perfectamente sanas-.
De este modo, en Levítico 15, vemos una gama de posibilidades para ser ceremonialmente impuro. Cualquier hombre que tuviera una secreción -es decir, probablemente de algún tipo de infección (Lev. 15:2-3)- o una emisión de semen, ya fuera a través de una emisión nocturna o a través del coito (Lev. 15:16-18), o cualquiera que entrara en contacto con un hombre así (Lev. 15:4-12) quedaba impuro.1
O, si una mujer menstruaba (Lev. 15:19), o si tenía una descarga de sangre no relacionada con la menstruación (Lev. 15:25), esa mujer era impura hasta que se curara. Y si alguien entraba en contacto con una mujer así (Lev. 15:19-27), también quedaba impuro.
Del mismo modo que un parto normal y sano dejaba impura a una mujer hasta que pasara por el proceso de purificación adecuado (Lev. 12), también las funciones corporales normales (por ejemplo, las secreciones de una infección) y las funciones corporales sanas (emisiones de semen y menstruación) dejaban impuro al pueblo de Jehová hasta que se purificara.
En ninguna parte se sugiere que estas personas hubieran pecado específicamente de alguna manera. Pero escucha la razón que da Jehová de por qué insistiría en tomar precauciones tan minuciosas: “Así apartaréis de sus impurezas a los hijos de Israel, a fin de que no mueran por sus impurezas por haber contaminado mi tabernáculo que está entre ellos.” (Lev. 15:31).
El principio era sencillo: la corrupción de la caída era contagiosa, por lo que los israelitas debían impedir que nada de esa corrupción mancillara a Jehová o su tabernáculo.
Esta teología nos ayuda a comprender mejor la historia de la mujer que padeció flujo de sangre durante doce años, como leemos en Mateo 9. Esta mujer era impura a causa de su flujo, por lo que debería haberse mantenido alejada de Jesús. Sin embargo, extendió la mano para tocar los bordes de su manto, e inmediatamente quedó curada (Mateo 9:20-21).
Jesús podría haberse ofendido de que la mujer lo tocara en su impureza -había tocado al Verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros (Juan 1:14)-, pero su respuesta fue amable: “Anímate, hija; tu fe te ha salvado” (Mateo 9:22).
La santidad bajo el antiguo pacto era débil y frágil, susceptible de contaminarse. La gloria de Jesús, por tanto, radica en que hizo lo que el antiguo pacto no podía: curó, limpió y santificó a los enfermos, impuros e profanos.
Ahí donde la impureza era contagiosa en el antiguo pacto, es ahora la santidad de Jesús la que es contagiosa, transformando a los miserables pecadores en radiantes hijos del Dios Altísimo a través de la vida, muerte y resurrección de Jesús.2
Notas al pie
- Allen P. Ross, Holiness to the LORD: A Guide to the Exposition of the Book of Leviticus (Grand Rapids, MI: Baker Academic, 2002), 306–7. ↩︎
- See, e.g., Craig L. Blomberg, Contagious Holiness: Jesus’ Meals with Sinners (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 2005). ↩︎