Lecturas Bíblicas: Día 275
1 Reyes 4–5 | Efesios 2 | Ezequiel 35 | Salmos 85
La descripción del reino de Salomón en 1 Reyes 4 es abrumadora, con interminables funcionarios (1 Re 4:1-19), riquezas (1 Re 4:20-28) y logros culturales (1 Re 4:29-34). Es asombroso imaginarse viviendo en una época tan dorada de florecimiento humano, con una justicia, una paz y una prosperidad aparentemente ilimitadas. Sin embargo, no podemos entender la gloria del reino de Salomón sin comprender el pacto que Jehová juró a David en 2 Samuel 7. Allí, Jehová dijo: “Y cuando tus días sean cumplidos, y duermas con tus padres, yo levantaré después de ti a uno de tu linaje, el cual procederá de tus entrañas, y afirmaré su reino. Él edificará casa a mi nombre, y yo afirmaré para siempre el trono de su reino. Yo le seré a él padre, y él me será a mí hijo.” (2 Sam. 7:12-14). Esta promesa constituye el fundamento del reinado de Salomón sobre Israel.
Ahora bien, no debemos pasar por alto que la promesa de dar descendencia a David se inscribe en una larga serie de promesas relativas a la descendencia en la Biblia, como comentamos en la meditación para 2 Samuel 7. La descendencia de David es también la descendencia de Abraham (Gn. 12:1-3, 7), que en última instancia es la descendencia prometida a la mujer: la descendencia que heriría la cabeza de la serpiente (Gn. 3:15). En todos los casos en que Jehová promete descendencia, hay un cumplimiento inmediato y un cumplimiento escatológico. De este modo, la promesa de dar descendencia a Eva se cumplió en Set (Gn. 4:25), y la promesa de dar descendencia a Abraham se cumplió a través de Isaac (Gn. 21:12). Para David, Salomón se convierte en el vástago que Jehová había prometido suscitar para instaurar su reino. Pero del mismo modo que ni Set ni Isaac cumplieron totalmente las promesas de Jehová respecto a la descendencia, tampoco Salomón cumple completamente las promesas de Jehová a David. Salomón acabará muriendo, de modo que su trono, por definición, no queda establecido para siempre.
Así pues, estos diversos descendientes no eran más que una parte del cumplimiento de la promesa de Jehová; ninguno era el descendiente final, único y escatológico (Gal. 3:16). Es Jesús quien aplastaría la cabeza de la serpiente en la cruz y Jesús quien extendería las bendiciones de Abraham a todas las familias de la tierra. Más que eso, es Jesús quien construyó una morada permanente para Dios en la iglesia (1 Co. 3:16), y es la gloria del reino de Jesús la que brillará tan radiantemente en la eternidad como para dejar en nada la gloria del reino de Salomón, ya que es una mera sombra de las cosas buenas que tenemos en Cristo.
Esta descripción de la gloria de Salomón en 1 Reyes 4, por tanto, está escrita en última instancia para despertar nuestro apetito por la gloria del reino de Cristo, que es mucho, muchísimo mejor.