Lecturas Bíblicas: Día 156
Deuteronomio 9 | Salmos 92–93 | Isaías 37 | Apocalipsis 7
En Deuteronomio 9, Moisés echa por tierra la última falsa creencia a la que Israel podría aferrarse sobre por qué Jehová estaba eliminando a los habitantes de la tierra de Canaán para dar a Israel la tierra como posesión. Esto no tiene nada que ver, asegura Moisés a Israel, con su justicia. Por eso, Moisés les advierte: “No pienses en tu corazón cuando Jehová tu Dios los haya echado de delante de ti, diciendo: Por mi justicia me ha traído Jehová a poseer esta tierra; pues por la impiedad de estas naciones Jehová las arroja de delante de ti. No por tu justicia, ni por la rectitud de tu corazón entras a poseer la tierra de ellos, sino por la impiedad de estas naciones Jehová tu Dios las arroja de delante de ti, y para confirmar la palabra que Jehová juró a tus padres Abraham, Isaac y Jacob.” (Dt 9,4-5). ¿Qué debemos aprender de todo esto?
En primer lugar, no debemos olvidar nunca que también nosotros participamos de la culpa compartida por todo el género humano. No es que el pecado se aferre sólo a otras personas, sino que llevamos la maldición del pecado en nuestro propio cuerpo. Y del mismo modo que los israelitas cometieron el abominable pecado de adorar al becerro de oro después de que Jehová los tomara por pueblo y ratificara su pacto con ellos en el monte Sinaí (Dt 9, 24-39), también nosotros debemos admitir que sentimos aún más nuestra lucha contra el pecado después de llegar a la fe en Cristo. En lugar de jactarnos, deberíamos gritar angustiados con Pablo: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?“. (Rom. 7:24).
En segundo lugar, Deuteronomio 9 nos proclama de nuevo la pura gracia del Evangelio. Jehová cumplió sus promesas a Israel llevándolo a la Tierra Prometida, no por su propia justicia, sino por la promesa que había hecho a sus padres, Abraham, Isaac y Jacob. Dios salvó a Israel no porque Israel fuera fiel, sino porque Él era fiel.
De la misma manera, nosotros también estábamos indefensos, perdidos, atrapados y capturados bajo la maldición del pecado y de la muerte, mereciendo justamente la ira y el desagrado de Dios, pero Dios no permitió que permaneciéramos allí. Sólo por su gracia, amor y misericordia, ofreció en sacrificio a su propio Hijo, que fue expulsado de la tierra de los vivos como si hubiera provocado la ira de su Padre.
El Apóstol Pablo anuncia este Evangelio en Romanos 3:23-25: “por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre.” Luego, como si quisiera recordarnos Deuteronomio 9, formula (y responde) esta pregunta candente en Romanos 3:27: “¿Dónde, pues, está la jactancia? Queda excluida“.