Lecturas Bíblicas: Día 155
Deuteronomio 8 | Salmos 91 | Isaías 36 | Apocalipsis 6
Deuteronomio 7-9 contiene tres reflexiones separadas sobre la particularidad escandalosa, el tema que tratamos en nuestra meditación de Deuteronomio 4. En estos capítulos, Moisés plantea tres posibilidades para explicar por qué Israel podría estar recibiendo las bendiciones de Jehová -incluidas la riqueza y prosperidad plenas de la Tierra Prometida- y luego derriba cada una de ellas. No es por el tamaño de Israel (Deut. 7) ni por su justicia (Deut. 9) por lo que Jehová le ha prodigado su amor, y aquí, en Deuteronomio 8, Moisés explica que tampoco es la fuerza de Israel lo que hará que tome posesión de la tierra de Canaán.
Así pues, Deuteronomio 8 comienza con una súplica para que Israel recuerde a Jehová y todo lo que Jehová había hecho por ellos. Moisés recuerda a Israel que, incluso allí en donde el desierto había humillado a Israel, Jehová alimentó a su pueblo con maná y vistió a su pueblo con ropas que no se desgastaron durante los cuarenta años que esperaron para entrar en Canaán (Dt. 8:1-5). Jehová hizo esto, explica Moisés, para probar a Israel y ver si cumpliría sus mandamientos (Dt 8:2) y para enseñarle que “no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de toda palabra que sale de la boca de Jehová” (Dt 8:3).
Pero Moisés también comprende que es probable que Israel olvide estas lecciones que aprendió a través del sufrimiento en el desierto, por lo que lanza esta severa advertencia: “Cuídate de decir en tu corazón: ‘Mi poder y la fuerza de mi mano me han traído esta riqueza” (Dt. 8:17). Moisés argumenta que si Israel cede a permitir que esta arrogancia supure en sus corazones, se verán arrastrados a servir y adorar a dioses falsos en lugar de al Dios vivo que les dio estas bendiciones.
Cuando miramos nuestras propias vidas, es muy fácil creer que hemos ganado por nosotros mismos todo lo que poseemos en lugar de recordar que todos los buenos dones descienden del Padre de las luces (Santiago 1:16-17). Incluso el gran rey Nabucodonosor, el poderoso gobernante de Babilonia, no podía atribuirse el mérito de haber construido su imperio, y cuando intentó hacerlo, Dios lo condenó a vivir como un animal con las bestias del campo a causa de su orgullo (Dan. 4:28-37).
En lugar de alardear de nuestros logros con orgullo, deberíamos preguntarnos, como Pablo: “¿Qué tienes que no hayas recibido? Si lo recibiste, ¿por qué te jactas como si no lo hubieras recibido?“. (1 Cor. 4:7). Examina tu corazón: ¿le das toda la gloria al Dios que nos da todas las cosas junto con el regalo más precioso de todos, su Hijo Jesucristo? ¿O le atribuyes secretamente a tu propia fuerza, habilidades o inteligencia tus logros y posesiones en la vida?