Lecturas Bíblicas: Día 90
Levítico 2–3 | Juan 21 | Proverbios 18 | Colosenses 1
La ofrenda de grano (Lev. 2) y la ofrenda de paz (Lev. 3) eran sacrificios de alabanza, no de expiación. Se hacían para recordar y celebrar algo que Jehová había hecho por el adorador.
De esta manera, la ofrenda de grano se hacía a menudo para honrar a Jehová con las primicias de la cosecha (Lv 2:14-16), la provisión regular y continua de Dios en la vida de su pueblo. La parte “memorial” (Lev. 2:2, 9, 16) se quemaba en el altar para recordar la fidelidad de Dios en la cosecha, y Jehová daba el resto de la ofrenda a los sacerdotes como alimento.1
La ofrenda de paz, en cambio, era una fiesta en la que participaba todo el pueblo de Dios. Un adorador traía una ofrenda de paz y contaba a toda la congregación lo que Dios había hecho por él. Luego, todo el pueblo de Dios comía en comunión unos con otros en la presencia de Dios para celebrar la paz que Dios había hecho con y por su pueblo. La ofrenda de paz era la comida sagrada que comían los ancianos en presencia de Dios en Éxodo 24:9-11, y prefigura nuestra comida con Dios durante la Cena del Señor.2
Pero el primer sacrificio mencionado en Levítico -el holocausto (Lev. 1)- era quizá el más importante en el culto de Israel. Era el sacrificio principal que Israel ofrecía para expiar sus pecados, y fue el sacrificio expiatorio ofrecido cuando Jehová renovó su pacto con Israel en el monte Sinaí (Éx. 24:5). Los adoradores ponían sus manos sobre la cabeza de la ofrenda que traían, transfiriendo ceremonialmente sus propios pecados al animal, y luego el animal se quemaba por completo como señal de que los adoradores estaban completamente rendidos a Dios y de que Dios había aceptado por completo a los adoradores.3
Charles Spurgeon capta bien la esencia del holocausto:
Cuando un hombre traía su buey, o su cabra, o su cordero, ponía su mano sobre él y como sabía que la pobre criatura debía morir, reconocía así que él mismo merecía la muerte. La víctima caía en el polvo, luchando, sangrando, moribunda. El oferente confesaba que… la muerte de la mano del Todopoderoso le era debida. Y, oh, cuando un hombre llega a eso, cuando confiesa que no puede librarse a sí mismo, sino que ha pecado de tal manera que merece ser maldecido por Dios, y juzgado a sentir los horrores de la muerte segunda, entonces es llevado a una condición en la que el grandioso sacrificio será precioso para él. Entonces se apoyará con fuerza en Cristo y, con el corazón quebrantado, reconocerá que el castigo que cayó sobre Jesús era el que merecía, y se asombrará de no haber sido llamado a soportarlo.4
Hoy, reconoce tu profunda culpa ante Dios, apóyate en Cristo y alábale por su bondad al darte la vida por medio de su Hijo.
Notas al pie
- Allen P. Ross, Recalling the Hope of Glory: Biblical Worship from the Garden to the New Creation (Grand Rapids, MI: Kregel, 2006), 201–2. ↩︎
- Ibid., 271–75. ↩︎
- Ibid., 201. ↩︎
- Charles Spurgeon, “Putting the Hand upon the Head of the Sacrifice (Lev. 1:4, 5),” in The Complete Spurgeon Sermons on Leviticus, ed. Jacob D. Gerber. ↩︎