Lecturas Bíblicas: Día 162
Deuteronomio 16 | Salmos 103 | Isaías 43 | Apocalipsis 13
En Deuteronomio 16, Moisés nombra las tres fiestas a las que debían asistir todos los varones israelitas: La Pascua, la Fiesta de las Semanas (Pentecostés) y la Fiesta de los Tabernáculos. Como vimos en nuestra meditación sobre Deuteronomio 14, las personas que vivían demasiado lejos para viajar al lugar que Jehová eligiera tenían una excepción, pero en su mayor parte viajar a las tres fiestas era una parte habitual de lo que significaba formar parte del pueblo del pacto de Jehová.
Técnicamente, estas no son las únicas fiestas que Israel observaba. En Levítico 23, Jehová ordena que Israel también guarde la Fiesta de los Panes sin Levadura (Levítico 23:6), la Fiesta de las Primicias (Levítico 23:9-14), la Fiesta de las Trompetas (Levítico 23:23-25) y el Día de la Expiación (Levítico 23:26-32). Estas otras fiestas, sin embargo, estaban todas relacionadas con una de las tres fiestas principales.
A través de este calendario, Jehová estructuraba tanto el tiempo como el espacio de su pueblo. Estas fiestas marcaban el paso del tiempo en Israel de un modo más profundo que el calendario académico o las temporadas deportivas o “las vacaciones” marcan nuestras propias vidas. Eran acontecimientos muy esperados, llenos de adoración, sacrificios y cantos, los momentos cumbre de todo el año.
Pero fíjese también en la insistencia en que el pueblo acudiera “al lugar que Jehová escogiere, para hacer habitar allí su nombre” (Dt 16:2; cf. Dt 16:6, 11, 15, 16), es decir, para establecer allí un tabernáculo permanente para su presencia. Este no es el primer capítulo en el que vemos un énfasis creciente en el lugar elegido por Jehová. A partir de Deuteronomio 12, Moisés ha empezado a repetir con regularidad que Jehová acabaría por hacer para sí una morada permanente para su nombre (Dt. 12:11, 14, 18, 21, 26; 14:23, 24, 25; 15:20). El tabernáculo itinerante fue un primer paso importante para establecer la presencia de Dios con su pueblo, pero no fue suficiente.
Con el tiempo, Jehová establecería un templo más permanente en Jerusalén y llenaría el templo con su gloria (1 Reyes 8:10-11). Sin embargo, ni siquiera el templo de Salomón era del todo permanente. Después de que Judá cayera en un pecado cada vez mayor, el profeta Ezequiel tuvo una visión en la que la gloria de Jehová se alejaba del templo (Ez 10; 11:14-25), y nunca leemos nada que sugiera que la gloria de Jehová regresara jamás.
En cambio, en el Nuevo Testamento leemos acerca del hombre que habitó (lit. “tabernaculó“; Juan 1:14) entre nosotros, que afirmó que su cuerpo era el templo (Juan 2:19-22). Luego leemos que somos templo de Dios (1 Co. 3:16-17), construidos como morada del Espíritu de Dios (Ef. 2:19-22). Semana tras semana, al reunirnos en el nombre de Jesús en el Día del Señor, somos la morada colectiva de Dios. “¡Celebremos, pues, la fiesta!” (1 Cor. 5:8).