Lecturas Bíblicas: Día 190
Josué 11 | Salmos 144 | Jeremías 5 | Mateo 19
En Josué 11, aprendemos dos principios importantes sobre la conquista de Israel de la tierra de Canaán al leer sobre la guerra final que Israel emprende bajo el liderazgo de Josué. En primer lugar, Josué nos da esta idea de la interacción entre la soberanía de Jehová y el pecado de los cananeos en Josué 11:20: “Porque fue obra de Jehová endurecer sus corazones para que vinieran contra Israel en batalla, a fin de que fueran entregados a la destrucción y no recibieran misericordia, sino que fueran destruidos, tal como Jehová lo había ordenado a Moisés.“
Años antes, Jehová había explicado a Abraham que Israel no tomaría posesión de la Tierra Prometida hasta que la iniquidad de los amorreos estuviera “completa” ( Gén. 15:16). Parte de la consumación de esa iniquidad consistía en endurecer los corazones de esos pueblos para que salieran a la batalla contra Israel, al igual que Jehová había endurecido el corazón del faraón en Egipto. Hay un misterio que no se explica completamente aquí, pero las Escrituras insisten tanto en que Jehová es soberano para endurecer los corazones de los malvados como en que los seres humanos son responsables de su pecado. No nos atrevemos a restar importancia ni a un lado ni al otro.
En segundo lugar, Jehová ordena a Josué y a los israelitas que sometan a destrucción las ciudades de Canaán (Jos. 11:10-15). El concepto de “someter a la destrucción” procede de Deuteronomio 20:16-18, donde Moisés había ordenado al pueblo de Israel que “ninguna persona dejarás con vida… para que no os enseñen a hacer según todas sus abominaciones que ellos han hecho para sus dioses, y pequéis contra Jehová vuestro Dios“. Lamentablemente, cuando Israel finalmente no logra completar la conquista, los dioses de los pueblos paganos que quedan en la tierra sí se convierten en una trampa para Israel (Jue. 2:3).
En conjunto, estos principios deberían crear una profunda humildad en nuestros corazones. En primer lugar, debemos recordar que sólo por gracia hemos sido salvados, y no por ninguna justicia propia (Ef. 2:8-9). Pero también debemos reconocer que apostatar de nuestro bondadoso Señor y Salvador Jesucristo es un camino espantosamente sencillo que podemos tomar. No somos mejores que aquellos a nuestro alrededor que han caído en el pecado, y es mortal imaginar lo contrario.
Nuestra lucha en el nuevo pacto no es contra carne y sangre, sino contra las fuerzas espirituales de las tinieblas (Ef. 6:12). Por lo tanto, debemos aprovechar cada oportunidad para destruir completamente cualquier vestigio de pecado que quede en nuestras vidas. ¿Estás haciendo provisiones para la carne (Rom. 13:14) que eventualmente se convertirán en una trampa que hará naufragar tu fe? Por el Espíritu de Dios, haced morir las obras de la carne para que viváis (Rom. 8:13). No coquetees con el pecado. No permitas que nada de tu pecado permanezca, o eventualmente se levantará para destruirte.