Un Rey Eterno

Corana del Rey y un regalo - Imagen tomada de Pixabay

La últimas semanas hemos sido alcanzados por una noticia que llega desde el otro lado
del océano atlántico. A algunos nos ha conmovido, a otros quizás les haya alegrado,
pero sin lugar a dudas todos hemos sido impactados de alguna manera por la muerte
de la monarca inglesa, la Reina Isabel II. Como es normal, los lentes de los medios se
han volcado ahora a la sucesión en el trono de su hijo, el ahora Rey Carlos III, a quien
se le ve con cierto escepticismo a pesar del alto grado de aceptación, fama y buen
nombre que cosechó su madre.
Al margen de lo extraño que puede resultar para nosotros en las américas este tipo de
sistema, no deja de ser una ilustración familiar para los cristianos de nuestra realidad
en este mundo y en la eternidad. Nuestro Dios es Rey sobre toda la creación. Y
aunque la imagen resulte imperfecta hay algunos elementos que podemos
considerar:


Un Reinado que no cambia
Las monarquías se establecieron con un sistema definido de sucesión, es decir, tras la
muerte del monarca ya estaba establecido quien lo reemplazaría; incluso en la Biblia
sucede de esta forma: cuando el Rey David estaba viejo y frío se requería que
reafirmara su declaración de sucesión en el trono, tal como se lo prometió a Betsabé,
madre de Salomón, pues otro de sus hijos, Adonías, quería el reinado y todas las
peripecias que hizo las desconocía David (1 Reyes 1: 1-53). Aún cuando existía la
amenaza de Adonías, siempre fue claro que Salomón sería su sucesor, y la norma,
desde David, era que tenía que ser del mismo linaje del Rey (2 Samuel 7:12).

Asimismo sucede con esta monarquía que hoy es noticia, la muerte de la reina ha
dado lugar al comienzo de un nuevo reinado, y esto no está exento del escepticismo
que mencionamos, pues para muchos será el primer rey que conocerán, ¿será un buen rey? No lo sabemos, pero lo que sí sabemos y hemos de considerar profundamente es que nuestro Rey en los cielos ha establecido un reino que es por siempre. Desde los tiempos de David se prometió que llegaría uno de sus hijos que cumpliría la promesa de que su reino sería para siempre.

No fue el sabio Salomón, ni el reformador Josías, sino uno que mucho después haría
su entrada a la ciudad capital de Jerusalén montado en un burro a pesar de ser el
dueño de todos los tesoros de la Tierra; fue aquel que siendo igual a Dios se sometió e
humilló así mismo volviéndose como uno de nosotros y yendo aún más allá se entregó
hasta morir por nuestros pecados como un sacrificio delante del Padre. Es Jesús, el
hijo del carpintero, de la tribu de Judá y que nació en Belén, la ciudad de David. Con su
reinado no tenemos que preocuparnos por quién le sucederá en el trono, pues
aunque murió en la cruz, ¡Él resucitó al tercer día, y ahora está sentado a la derecha
de Dios reinando para siempre! y tenemos la garantía que en Él no hay cambio ni
sombra de variación, (Santiago 1: 17).

La fe de la reina

Para muchos de nosotros, nuestras creencias tienen una importancia fundamental. Para
mí, las enseñanzas de Cristo y mi propia responsabilidad personal ante Dios
proporcionan un marco en el que trato de llevar mi vida. Yo, como muchos de ustedes, he
obtenido un gran consuelo en tiempos difíciles de las palabras y el ejemplo de Cristo.


Cualquiera pensaría que esta cita es un extracto de un sermón, o que quizás la he
sacado de algún texto teológico, pero no es así. Son palabras extraídas de un mensaje
dado por la reina Isabel II en diciembre del año 2000. Y es que el ejemplo de Jesús
sentó la base de las acciones de la reina a juzgar por quienes la reseñan, pues sus
actos de caridad y servicio llegaron a sumar $2 billones de dólares y nunca escondió
su mayor referente: “…El ejemplo de Cristo me ayuda a ver el valor de hacer las cosas
pequeñas con gran amor, quienquiera que las haga y cualquiera que sea su creencia
.”

Lo cierto es que quienes fueron sus cercanos han hablado de la fe de la reina, de su
esmero por congregarse cada domingo y de su disciplina y cuidado al ofrendar. Esto
sumado a la grandeza y fama que adquirió durante su reinado la hacen una mujer muy
reconocida, admirada y hasta odiada, pero pocos dudaban de la autoridad y
legitimidad de la monarquía, hasta su muerte; los grandes homenajes alrededor del
mundo son una muestra de esto.

No deja de ser curioso que el mayor símbolo de
poder, majestad y autoridad en el agitado mundo contemporáneo haya sido
justamente una mujer cristiana, y que esta persona a la que todos llamaban: “Su
majestad” se rindiese a la majestad de uno más grande que ella, es algo que debe
llamarnos a la humildad, así como David cuando Dios establece su pacto con él:
¿Quién soy yo, oh SEÑOR Soberano, y qué es mi familia para que me hayas traído hasta
aquí?”
2 Samuel 7:18

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