Aunque a los sacerdotes se les ordenaba evitar todo lo relacionado con la maldición de la caída, eran impotentes para revertir dicha maldición. Para revertir los efectos de la caída y restaurar la creación de Dios de nuevo a su perfección original, el pueblo de Dios necesitaría un sacerdote mucho mayor que pudiera ministrar de acuerdo con promesas mucho mayores.
Y sólo en la plenitud de los tiempos llegaría ese sacerdote.