La única cura contra el amor al mundo es aprender a amar a Dios más de lo que amamos lo que el mundo nos ofrece. No podemos dejar de amar al mundo sin más, sino que tenemos que cultivar un amor por Dios y su justicia lo suficientemente fuerte como para eclipsar nuestro amor por el mundo, igual que la ardiente luz del sol ahoga la pálida luz de la luna.