Puesto que la sangre de toros y machos cabríos no podía hacer la paz permanente con Jehová, éste envió a su único y amado Hijo a derramar su propia sangre en la cruz para nuestra purificación. Luego, envió a su Espíritu Santo a la Iglesia para que aplicara todo lo que Jesús había realizado por nosotros, dándonos libertad para contemplar la gloria del Señor con el rostro descubierto y siendo transformados de un grado de gloria en otro (2 Cor. 3:18).