Jehová cumplió sus promesas a Israel llevándolo a la Tierra Prometida, no por su propia justicia, sino por la promesa que había hecho a sus padres, Abraham, Isaac y Jacob. Dios salvó a Israel no porque Israel fuera fiel, sino porque Él era fiel.
De la misma manera, nosotros también estábamos indefensos, perdidos, atrapados y capturados bajo la maldición del pecado y de la muerte, mereciendo justamente la ira y el desagrado de Dios, pero Dios no permitió que permaneciéramos allí. Sólo por su gracia, amor y misericordia, ofreció en sacrificio a su propio Hijo, que fue expulsado de la tierra de los vivos como si hubiera provocado la ira de su Padre.