Cuando un hombre traía su buey, o su cabra, o su cordero, ponía su mano sobre él y como sabía que la pobre criatura debía morir, reconocía así que él mismo merecía la muerte. La víctima caía en el polvo, luchando, sangrando, moribunda. El oferente confesaba que… la muerte de la mano del Todopoderoso le era debida. Y, oh, cuando un hombre llega a eso, cuando confiesa que no puede librarse a sí mismo, sino que ha pecado de tal manera que merece ser maldecido por Dios, y juzgado a sentir los horrores de la muerte segunda, entonces es llevado a una condición en la que el grandioso sacrificio será precioso para él. Entonces se apoyará con fuerza en Cristo y, con el corazón quebrantado, reconocerá que el castigo que cayó sobre Jesús era el que merecía, y se asombrará de no haber sido llamado a soportarlo.
Hoy, reconoce tu profunda culpa ante Dios, apóyate en Cristo y alábale por su bondad al darte la vida por medio de su Hijo.